Temblor IV

De noche, aquí parece reinar un completo silencio. Sólo se siente, a ratos, el silbido del viento o de alguna lechuza. Está bien, regresé al pueblo para esto, para pensar sin ruido o simplemente no hacerlo en absoluto, no cavilar ni sospechar nada de lo sucedido, ni calcular lo que pudiera sobrevenir o acontecer, lo que quizá esté próximo a cumplirse. La nada, el olvido. Ver películas y tararear canciones tumbada en mi cama de siempre; bajar al río e intentar cruzarlo saltando de piedra en piedra, los brazos extendidos y manteniendo el equilibrio como una funambulista impávida, desdeñando todo lo demás. Descuidarme, alejarme, hasta que ignore qué hago aquí.
Ojalá fuese posible; desearía tanto poder no esperarte.


***

– ¿Qué estás leyendo, tesoro?
La abuela se inclinó sobre mi hombro y escudriñó las letras, demasiado pequeñas para su vista gastada. Me acercó a las manos un cuenco de cerezas.
– Un libro de ciencia, abuela. Sobre la felicidad.
– Ya. – Me miró compasiva, se encogió de hombros.- ¿Y te ha servido de algo?.
– Bueno, dice que la felicidad es la ausencia de miedo, ¿estás de acuerdo?.
– Bueno… -dudó- hay un miedo necesario, que no deberíamos rechazar. Lo que sí estorba es el miedo paralizante, que te impide ver y moverte, incluso respirar. Ése se enquista y te hace desgraciada, creo. No estoy segura, porque no lo he sentido apenas.
Me quedé callada, masticando las cerezas, esperando.
– Las veces que lo he visto llegar -continuó, al fin-  simplemente he dejado que me llenase, ocupase todo durante un pequeño momento, y luego me abandonase ya satisfecho. Supongo que el secreto es dejar que te atraviese, y después olvidarlo, abandonarlo, dejarlo marchar…

***

Amanece muy despacio. Las horas se hacen largas, a pesar de que me he demorado en el salón viendo una película y después otro largo rato terminando el libro.
De nuevo, el insomnio. Pienso en la definición de felicidad, y en el pánico que dijo sentir Oliver cuando comenzó a ver cadáveres, en su despertar sobresaltado las noches siguientes y mi incapacidad para sosegarlo. De repente, la imagen del río aparece en mi cabeza como una posibilidad salvadora, para él o para mi
Escucho un ruido a mi derecha: el abuelo en el umbral, con la luz del pasillo proyectada desde atrás, tiene un aspecto fantasmal. Aguzando la vista me doy cuenta de que le tiemblan ligeramente los labios. Pero él nunca tiembla, ¿no?.

– No consigo despertarla…

Corro por el pasillo, vuelo, hasta su habitación. La veo muy quieta en su cama, impecables las sábanas, parece que no se hubiese movido en estas larguísimas horas. Me acerco y compruebo que no respira, no alienta, no despierta… Me ahogo, soy incapaz de tomar aire: «¿abuela? ¿abuela, me oyes?».
(«¿no ves quién soy?»)
Dejo que el pánico me atraviese un instante, sólo unos segundos, y sólo deje tras de si el asombro.
(«Sí, veo»)
Amanece, más deprisa. Se oye aleteo de pardales, murmullo del río. Hay cerezas ahí fuera.
(«No te pasará nada, vas a estar bien. He ganado, Olga»).

La beso, me incorporo y dejo que el abuelo, por fin, se acerque a su mujer. Otra presencia más en mi mundo invisible, otro aliento en mi nuca. Estoy sonriendo cuando escucho -inconfundible- el ruido del coche de Oliver deslizándose por la grava del camino.

 

 

Temblor III

Sinceramente, creí que el abuelo me contaría más cosas. Tenía la esperanza de averiguar de una vez qué sucedió aquellos años oscuros, de los que sólo he podido intuir una pequeña parte. Me consta -la abuela lo usaba como un cuento de aventuras con el que dormirme- que pasó varios meses escondido en el monte, con sus hermanos y algún amigo; sé que hubo más hijos que mi padre (el último y tardío, el no esperado), muertos muy pronto y jamás olvidados, si bien advertí hace años que el abuelo no compartía el universo creado por su mujer para mantener viva esa memoria. Martina me enseñó desde el principio a respetar y confiar en mis tíos, los niños muertos, que vagan por esta casa igual que yo -acaso con más derecho- y permanentemente cuidan de mi. Jamás tuve miedo de ellos, pequeños ángeles, cuando sentía una corriente de aire a mi espalda o un calor súbito en los pies, las noches de invierno:

No te preocupes, niña, ése habrá sido tu tío Manuel. Se fue muy chiquito, muy de bebé, precisamente por haber cogido frío, ¿no sabías?. Por eso no quiere que te enfríes tú, tesoro…

Aún así, la abuela resolvió evitar que yo me convirtiese en un ser asustadizo «como un conejillo», y me llevaba con ella al río, a las peñas, al bosque. Se reía fuerte cuando tronaba, decía bah! si me veía llorar por un arañazo en las rodillas. Insistió tanto en que yo fuese valiente, que no recuerdo haber sentido nunca miedo a la muerte, ni a la noche, ni a las malas personas.
El abuelo sí, claro. Hay que comprender su pequeña gran historia, su negra desgracia, para poder descifrar el mutismo que sobrevino (tantos años, toda una vida). De ello supe hace tiempo cuando, a cuenta de insistir, arañé trozos de memoria a una vecina mayor, Teresa. Me contó que el otro niño, el primogénito, murió de un empujón brutal que le dio un soldado bebido…

…venía el niño por la calle con Martina, que lo miraba no se cayese porque estaba aún aprendiendo a andar, y de la esquina salió un guardia borracho, que no sé ni cómo se mantenía en pie. Y se ve que el niñito le diría algo, o le estorbaba el paso, que el animal le arreó un guantazo muy fuerte con la mano cerrada, así… y tan malísima suerte que el pobrito dio con la cabeza en un banco de piedra y allí se quedó, ángel mío…
Tenías que oír los gritos de Martina, muerta quedó allí también, si se escuchó el crujido de la cabecita al romperse como una rama seca, decía. Al guardia se lo llevaron rápido los compañeros y yo no sé cómo taparon todo y no le pasó nada, al animal, mala bestia; pero al menos al cabo de nada le hicieron saber a Martina que Valentín y los otros podían bajar al pueblo definitivamente, que no les pasaría nada… Al pobre le decían qué suerte, salvado otra vez, y él con una cara negra, unos ojos vacíos, jamás volvió a ser el mismo, bien hubiese preferido quedarse en el monte para siempre…

El abuelo salvó la vida dos veces, gracias a otras personas (gracias a dos niños, en el fondo). La abuela lo recogió y lo recompuso y dio vida a una familia, y muchos años después me recogió a mi y repitó el proceso. Él permanece siempre un tanto distante, serio y casi mudo. Pero sí siente miedo, él sí. Si no temor, al menos el constante desasosiego de poder perderla a ella.

****

Dicen que el miedo une a la gente. En algún libro o película he visto que las situaciones de pánico crean lazos indelebles entre las personas que las padecen. No sé, algún tipo de conexión especial por haber vivido una experiencia límite: un accidente múltiple, un atentado terrorista, el Holocausto nazi, desgracias así. Un terremoto.
Oliver continúa escribiéndose con la gente que se salvó de lo de Haití, y ni el ritmo ni la intensidad de esa relación decae, al contrario. Lo peor no es que entre todos los nombres que se repiten, día tras día, en su correo y -seguro- en su cabeza destaque uno de mujer; eso lo puedo entender. Lo podría superar, o combatir, según resultase finalmente. Lo peor es asimilar que estoy fuera, ajena, excluida de una parte enorme –fundamental– de su vida.

Le pregunté ayer al abuelo si lo sucedido en la camioneta le había unido más a sus compañeros. O al tal Felipe. Si el hecho de estar a punto de perder la vida en una cuneta con otros pobres vencidos le había vinculado más a su causa, o a su desgracia. Aunque en la historia de Valentín no aparecía ninguna mujer, las claves que me ofreciese serían igualmente válidas, los lazos establecidos serían similares…

No, no fue así. En ciertos momentos me vi muerto, sí, pero no por ello me anclé a su memoria. Si a alguien me acercó el horror, fue a tu abuela: me agarré a la vida, aunque no supiese decírselo bien. Bueno, aún hay tiempo para eso, ¿no?.

No sé qué pensar.

Temblor II (La camioneta)

El abuelo me contó la historia de la camioneta la otra noche. Estábamos los tres viendo una película –Blade Runner, qué te parece- y la abuela se quejó de que la imagen era muy oscura, no conseguía distinguir bien los rostros. Antes de que yo comenzase una de mis disertaciones cinéfilas, él se me adelantó:

– Es para inspirar más tensión, mujer. Como en la guerra: lo más espantoso sucedía siempre de noche, y en cuanto caía el sol ya estábamos todos asustados.
No es muy frecuente que el abuelo hable, quiero decir, no más de lo estrictamente necesario. Así que las dos nos quedamos calladas, por si añadía algo más.

– A nosotros nos cogieron una noche, cuando habíamos bajado -muertos de hambre- a los huertos a robar patatas sembradas. La camioneta pasaba por allí, con las luces apagadas, y uno de ellos vio la camisa blanca de Francisco. Ni tuvimos tiempo para tratar de escapar: dieron el alto, bajaron varios y nos molieron a palos, y nos subieron con las manos atadas a la espalda con un grupo que se llevaban de Villarino…
El abuelo dejó de mirarnos, de tenernos en cuenta, y se dejó llevar por el ensueño.

Ocho o diez hombres apretados en la parte de atrás, con cuatro carabineros. Otros tres armados por fuera, agarrados a la armazón metálica, y sólo el ruido quejumbroso del motor. Dicen que llegan entre aullidos y gritos amenazantes, arengas de triunfo, etc. Pero lo cierto es que ese silencio tan absoluto los hace más inhumanos… a ellos y a los presos, claro, que se cuecen ya en su miedo al cabo de dos horas de trayecto.
La camioneta sube y baja por las arribes a oscuras y sin que ninguno se atreva a dar una voz, ni a mirarse. Sobre todo, no mirar al compañero.

– Al poco rato, sentimos aminorar la velocidad. Alguno gimió, pero resultó una parada para coger desprevenido a un hombre que caminaba por la carretera. Era Felipe, que volvía de visitar a la novia…

Casi se muere del susto, cuatro bestias surgiendo de la nada. Lo agarran y lo meten a empellones en un camión oscuro lleno de hombres que miran al suelo… (Dios, no. Oh… ya sé, ya veo… Dios). No, espera, estáis confundidos, yo no…

– Le zurraron bien y duro, hasta que se calló, el pobre. No entendía nada, ni sospechaba por qué estaba allí. De todas formas eran frecuentes las confusiones esos días y aún los siguientes meses, un verdadero caos…

Mira a su alrededor y sólo ve figuras agachadas, caras contusionadas que fijan la vista en el suelo, vestimentas de campesino («¿por qué no me puse la corbata, Señor? «), cercos de sudor. Entonces comienza a temblar. Un estremecimiento severo, incontrolable desde los pies a la cabeza, una sacudida de las tripas. Piensa en tierra, en caer con la cara vuelta hacia ella, en tierra cubriéndole. Paladas de tierra.

– En un cambio de los guardias, uno de los que iba con el conductor se vino dentro y encendió un cigarro. Con la llama iluminó la cara de Felipe, que temblaba como una hoja. Tan blanco, el pobre crío… Aún así, el guardia lo reconoció; le dijo «¿no me conoces, Felipe?»

-¿Tú no ves quién soy yo?.
Tirita tanto que le castañetean os dientes. No ve, no oye nada, comienza a ahogarse. Qué dirán los padres, piensa, qué dirá madre cuando le cuenten… Siente -como lejos, como un contacto en cuerpo ajeno- una mano en lo que debe ser su hombro. La mano le sacude, o quizás sea su propia convulsión.
– ¿No ves quién soy, Felipe? -repite el guardia- ¿no me reconoces?.
Los demás levantan tímidamente las cabezas, esperanzados porque el tono no es agresivo, no hay insulto ni amenaza. El carabinero -el único que habla- se gira y de repente sonríe al ver uno de los rostros nuevos: «Valentín», dice. Y también: «¿no ves quién soy?».
– Sí, veo.
– Tranquilos. No os va a pasar nada.
Agarra al ciego y mudo Felipe, como si tratase de salvar a un ahogado. Le toma la cara y le obliga a reaccionar:
– Que no te pasará nada, coño. Vas a estar bien…

– Era uno del pueblo, que nos reconoció enseguida. Elías, se llamaba. De críos andábamos juntos por el monte, armando travesuras; fíjate qué coincidencia. Al momento respiré tranquilo, porque lo conocía y porque alguien que respeta un nido no puede ser un animal…

DEJADLOS EN PAZ.

– Les convenció y nos soltaron poco después.  Nos tiraron a los tres a empujones de la camioneta, antes de llegar al cuartel. Del grupo de Villarino no regresó ni uno. Al mes, alguien contó que lo de Felipe fue un chivatazo de un primo suyo, que le envidiaba el puesto en la notaría y quizás también la novia…
– Y tú, abuelo; ¿no temblabas? ¿no te morías de miedo?
– Como el que más, niña. Es algo muy humano. Nosotros sí seguíamos siendo hombres.

***

La tierra tembló en enero, cuando Oliver estaba de viaje en Haití. Lo poco –lo escaso, lo mínimo, lo imprescindible- que me ha contado es que de repente sintió un temblor inesperado, descomunal, de pies a cabeza. Un pavor incontenible.
Personas que se salvan y otras que mueren ante tus ojos.
Pensar en tierra que tiembla, te hace caer y te cubre. Paladas de tierra.

Oliver se salvó y volvió a casa ileso. Pero, en cierto modo, aún no ha regresado.

***


Temblor I

Cuando Oliver llegue, lo traeré a ver el río. Nos tumbaremos sobre la hierba y después nos daremos un baño, un remojón, con el agua corriendo a borbotones entre las rodillas sumergidas. Si es que viene, le invitaré a echarse conmigo en esta hierba tan cómoda y ver pasar los pájaros hacia el alto rocoso de las arribes. Ayer vine con la abuela y de repente salió volando un milano, que cargaba torpemente con los restos de algún animal. Ella rió con ganas: estaba encantada por haber abandonado un rato la casa y mi angustia y encontrarnos las dos así, agarradas de la mano a la orilla del río que aún no es tal, sino arroyo o riachuelo, un proyecto enérgico y voluntarioso de lo que vendrá después y que a esta altura salta y casi se desborda de impaciencia.
Ahora estoy tumbada al sol de junio y me apetecería dormir (y por qué no, soñar un poco), pero dudo que lo consiga. Hace demasiado calor, más aún que ayer, cuando la abuela y yo quisimos refrescarnos la nuca y acabamos metidas en la corriente, ella sentada sobre una piedra plana y yo más torpe, mojándome los muslos bajo la falda recogida, la otra mano buscando asidero…

– Cuando era joven veníamos a lavar al río, a veces aquí y otras allí abajo, en aquel recodo…
– Qué dices. No puedes lavar sin mojarte. Tendrías que meterte hasta la cintura, abuela.
Lo dije para pincharla, claro. Sé perfectamente -ella me lo ha contado- que venían y lavaban y extendían la ropa un día entero a clarear al sol, y luego regresaban a lavarla otra vez, frotando tan fuertemente contra las lanchas que a veces sangraban los nudillos. Etcétera. Pero me gusta escucharla, me calma, y Dios sabe cuánto necesito eso.
– Te digo que sí. Veníamos varias muchachas desde el pueblo con los barreños en la cabeza, y al llegar ea, te arrodillabas en una de estas piedras y a lavar; yo me iba a la otra orilla que las lanchas son mejores y además así vigilaba quien llegase por detrás.
– ¿Cruzabas el río con el barreño?
– Mira: pisabas por ahí, sobre esas piedras, no había ni que quitarse los zapatos.

Mi abuela, mi vieja de ochenta y nueve años, señaló unos guijarros que emergían a pocos metros: pequeños y espaciados, desperdigados. Me resulta difícil imaginarla joven -muchacha, le gusta decir a ella- y aún más en semejante brete. Es más, me cuesta pensar en nadie saltando sobre esos minúsculos y dudosos apoyos con un barreño de zinc cargado de ropa sucia en la cabeza. Pero no dudé ni un momento de su palabra.

Aquí tumbada -entre tréboles, manzanilla y gordolobo- caigo en la importancia de brincar de esa manera, mucho mayor que la de mi coche o el postgrado de septiembre, más que una discusión amarga. Más que un terremoto. Se me antoja fundamental poder cruzar el río (o arroyo o riachuelo, no es la cuestión) de piedra en piedra, como un Cristo sobre las aguas, mientras Oliver me observa asombrado.

***

En una grieta vertical se veía el nido: un amasijo de hierba y plumas que albergaba -no podían suponer otra cosa- tres o cuatro huevos de pardal, minúsculos y pintados. Presa fácil.
Felipe se acercó despacio, apoyó un pie en la roca y estiró el cuerpo hasta conseguir agarrar un saliente y con ese brazo (sólo con un brazo, temblando por el enorme esfuerzo pero aguantando la tensión y la mirada de los otros chicos) izó el resto del cuerpo hacia el nido.
«¡Hay cinco!» -gritó- «tocamos a uno por cabeza, ¿os parece?».

Felipe aún reía hacia sus compañeros, encaramado en el saliente de la peña, cuando Elías avanzó hacia él, las manos adelantadas y alzando la voz: «no, no…¡para, para!»; y aún más alto: «¡PARA, DÉJALOS!».
Al instante bajó los brazos y frenó en seco, sintiéndose ridículo, esperando la burla. El más alto del grupo, el más corpulento, pidiendo clemencia para unos pardales…

Por extraño que parezca, el escarnio de los otros no llegó. Felipe bajó de un salto y se reunió con ellos sin decir nada. Elías no sabía qué añadir, ni qué pensar. Tal vez se guardasen las chanzas para luego, o quizás planeasen regresar al nido más tarde, cuando él fuese a guardar el ganado.
Quizás -sólo quizás- fuese sincera su actitud arrepentida, cabizbajos y remolones, como avergonzados por haber pensado en ello: en lo que no se hizo ni nombró, pero tan presente, tan fácil y próximo a suceder, que Elías tuvo que volver la cabeza varias veces mientras se marchaban, para asegurarse de que el nido continuaba allí…

***

Desayunábamos juntos los domingos por la mañana. Café, por supuesto, y zumo y fruta y tostadas con aceite. Nos pasábamos la mermelada con una sonrisa llena de dulzura, leíamos el periódico distraídamente, de vez en cuando nos acercábamos para recibir del otro un beso breve en los labios.
Yo sabía que algo chirriaba profundamente en las mañanas, los ratos de insomnio, todas las espesísimas horas. Cuando conseguía abrir una brecha en la niebla y recuperar la complicidad de antes (pero habían pasado meses, por favor… porfavorporfavor…) me encontraba con la barrera del ahora: el mismo nombre, la misma sombra.

– Sabes, no creo que pueda soportarlo mucho más tiempo.
Estaba con la tostada en la mano, el cuchillo en la derecha. Me miró brevemente y reanudó la tarea de untarla con mantequilla.
– No eres tú quien tiene que soportar nada. No eres la afectada, o sólo lo eres en parte.
– Bien, por lo  menos no finges que no sabes de qué te hablo. Pero te equivocas: sí que me afecta, o en una parte bien grande. Una parte enorme, Oliver. Aunque sólo sea porque me mantienes lejos -me dedicó una mirada fugaz, seguía a lo suyo- y no me cuentas apenas nada, ni de lo que ocurrió ni de cómo estás ahora.
Oliver comenzó a comer. Recogía con un dedo las miguitas caídas sobre el mantel, el ceño fruncido y la expresión concentrada de cuando busca la frase definitiva. Como si en una de las esquirlas de pan se hallasen las palabras demoledoras que pusiesen fin a la conversación.
Pero no dijo nada más.

Dream II

 
    Se sienten pasos en el salón, debe ser Olga recogiendo un poco. Anoche -hace un rato- vimos juntas una película extraña, de esas que le gustan a ella y que yo entiendo sólo a trozos. Olga, en cambio, lo comprende todo. Sabe que es la única nieta de los muchos que pudieron haber sido; sabe que tuvo tíos, dos, a los que hace años que superó en edad. Ha sido capaz de encontrar un espacio y una identidad -una historia inacabada- para esos niños congelados en el tiempo, y habla de ellos como seres queridos y conocidos, individuales y únicos, que simplemente no tuvieron ninguna oportunidad. Sospecha que su abuela le oculta pedazos enormes del hilo que ella va recogiendo con sigilo. No se equivoca.

                                                                                                                                 ***

    Fue un tiempo difícil, extraño. Faltaba el aire más que el alimento. Continué sirviendo en casa del abogado, y le pedí a mi primo el herrero otra pica para romper el hielo del río. La metía debajo del montón de ropa y cargaba el barreño en la cabeza, y esperaba no encontrarme con ningún carabinero en el camino. Íbamos Luisa y yo, nos sentíamos más seguras y nos contábamos las noticias recibidas, si era el caso.
Una mañana vimos a Teresa bajando del teso, haciendo señas inequívocas de que los carabineros rondaban por allí. Corrí camino abajo hasta el molino, para avisar a Valentín y a los otros de que escapasen deprisa y sin dejar rastro del grano; si los cogían moliendo -y más siendo ellos- se los llevarían sin miramientos.
A la vuelta nos pararon a las dos, los cinco guardias. Se les veía furiosos (los buscaban a ellos, seguro, alguien contó lo de la molienda, alguna de esas almas chicas que tanto abundaron), pero conteniéndose. Uno muy alto me registró el barreño de zinc:  y esto qué es –dijo al ver la pica- desde cuándo se llevan armas para lavar la ropa. Muy cerca y como amenazando, pero sin tocarme. Olía a tabaco y a coñac; estuve a punto de zafarme (abajo y girar, girar más y salir pitando) pero contesté bien fría:

  -Es por las culebras. Usted sabe, sargento; es por las alimañas.

                                                                                                                                  ***

    Recuerdo el primer día que me dejaron al cuidado de Olga y lo abrumada que me sentí. Había tantas cosas por hacer, que dudé si me alcanzaría el tiempo… y aquí estamos ahora.
Tenía que enseñarle los nombres de los pájaros y las flores, y a distinguir tipos de nubes; a guardar memoria y fantasear sin tasa; a convivir con la presencia constante de los muertos que nos han precedido. Tenía que demostrarle que el miedo puede meterte frío en la espalda y paralizarte toda una vida, si te descuidas, pero no es imposible esquivarlo. Empieza por coger este ratón. Recordarle que las personas engañan, pero en ocasiones puedes dormir tranquila a su sombra; explicarle que hay cosas que simplemente se saben, con certeza pavorosa, en un momento crucial.

Le insistí en que repitiese cien veces un intento antes de llamarlo fracaso, y le enumeré lo menos doscientas maneras válidas de querer a alguien. Olga aprendió a trillar, y a trepar temerariamente, y cuándo hay que plantar en la huerta. Cosía ella misma los vestidos de sus muñecas, cocinaba pasteles, soñaba en voz alta. Conseguí que para ella un crujido fuese sólo el sonido de una rama seca, nunca más que eso.
 
    Me dio mucho trabajo, me agotó completamente, pero salió adelante. Está viva.
 

                                                                                                                                    ***

    Recuerdo una tarde en que me eché a dormir la siesta en la era, en la sombra que proyectaba Valentín. Pensé: quizás consiga acercarme un tantito más a ti. Pero ahora, con él respirando pausado aquí a mi lado, comprendo que es imposible. No hay más que esto: la soledad, el tiempo que pasa, y la ya escasa memoria. Tengo ochenta y nueve años, me siento vacía y conozco lo que se avecina. Dudo un -mínimo, fugaz- momento si abrir los ojos, y elijo morir.

    Más lejos, más lejos. Más deprisa…

    He ganado.

Dream

 
   Mantengo los ojos cerrados, pero sé que ya no estoy dormida. Me ha despertado la mirada fija, implacable, de una niña de diez u once años: estamos frente a frente, las caras muy juntas (siento su aliento infantil, afrutado, llegar en olas rápidas) y los brazos abiertos hacia la otra, como amagando un abrazo que no es sino una amenaza. Quietas y observándonos sin pestañear, paralizadas en esa especie de postura de ballet, o de esgrima.
Jugamos al pañuelo en la plaza del pueblo, al menos doce o trece niñas. Dos equipos, todas con un número que nos asigna la capitana, aguardamos en lados opuestos, y Luisa en medio sostiene en el aire un pañuelo rojo. Grita de repente "¡el cinco!" y es como si me pinchasen, salgo corriendo disparada hacia el paño. La trenza me golpea la espalda y siento levantarse polvo y grava tras de mi, pero no importa, tan sólo quiero llegar antes que Teresa, llegar primero y echar a correr otra vez, no darle tiempo a pensar siquiera. Pero, ay, llegamos a la vez y frenamos en seco, nos miramos desafiantes; cada una con una mano alrededor del pañuelo y la otra rodeando la espalda de la contrincante para cubrir su previsible huida. Hay una línea en el suelo, entre las dos, que no podemos pisar ni traspasar; ni podemos tocarnos (aunque apenas queda espacio para un mínimo movimiento); nada está permitido hasta que una de las dos coja el pañuelo.
Teresa amaga un par de veces, realiza pequeñas fintas de prueba o tanteo, traga saliva. Ni me inmuto. Desde el primer momento he visto (clarísimo, como una  gracia o privilegio que se me hubiese concedido) lo que va a suceder. Lo sé. Sólo estoy demorándome -solazándome- en esa breve dicha de la anticipación.
 
    De repente, me voy. Cojo el pañuelo sin dejar de mirar a Teresa a los ojos, traslado el peso a mi pierna derecha y me agacho al mismo tiempo que giro el cuerpo al máximo. Giro y giro más. El rostro perplejo, incrédulo, de quien se ve burlado. Cuando la pierna ha preparado el impulso para una salida explosiva, bajo la cabeza y siento el brazo de Teresa golpear en falso el aire. Ahora, ya… boom!!: la rodilla derecha  se extiende y salgo como una exhalación en dirección contraria. Ha sido un único movimiento, una preciosa armonía de gestos, ajustes, palancas y compensaciones; y ahora cruzo la plaza corriendo como los muchachos: brazos sincronizados, frente baja, zancada amplia. Noto palpitar la sangre en las sienes y una especie de poderoso motor en los muslos; podría correr así, de esta manera tan perfecta, durante horas. Disfrutar esta sensación de… no es triunfo, sino algo más cercano al alivio de ver cumplir lo previsto (o lo prometido, o lo largo tiempo anunciado).
 
    Más rápido.
    Más lejos.
    Lejos, más lejos.
 
    Sobrepaso de largo la línea tras la que aguarda mi equipo y me cuesta parar, voy demasiado deprisa. Se sienten aplausos de mis compañeras como muy lejanos, y me pregunto -un brevísimo instante, no llega a formularse en mi cabeza- si lo que oigo sucede ahora o es que han aplaudido hace un rato. Si los destellos que saturan mi visión provienen del sol. Si volveré a respirar alguna vez.
 
    Para.
 
    Una inmensa bocanada de aire consigue por fin abrirse paso hacia mis pulmones. He ganado. Casi grito y también casi lloro, y vuelvo a la vida.
Y ha sido ahí cuando he empezado a dudar de si estaba soñando o recordando. 
 
                                                                                                                                      ***
 
    Hay un reloj en mi mesilla, un reloj de agujas con la esfera azul celeste. Ya no consigo ver la hora sin gafas, aún menos en la oscuridad, pero no renuncio a sentir su compás toda la noche, ese tic-tac constante, continuo, que consigue adormecerme mejor que cualquier medicamento. Sé que es ese carácter de permanencia, lo que lo convierte en familiar y tranquilizador, igual que la fotografía de mi nieta que descansa a su lado o el retrato sobre el cabecero de la cama. Hay libros y un cuaderno de tapas forradas de tela verde, y una carta que recibí anteayer. Caramelos, postales y medicinas en los dos cajones de la mesilla, junto con pañuelos blancos y una cajita de madera labrada con la inscripción "Falls" en la tapa y un dibujo de hojas; en la caja dos alianzas y tres pulseras de oro de bebé, una medallita de niño y un pendiente de perla suelto, desparejado.

    En el armario está mi abrigo gris de los domingos y los de diario, tres faldas y tres pantalones, seis blusas y jerséis finos. Camisetas y un vestido. No necesito más, no me tengo por persona austera sino razonablemente práctica. En realidad, casi todo eso sobra, apenas salimos de casa, hemos construido una cómoda rutina de vida en ella y en el jardín y abandonarla supone un esfuerzo cada vez mayor…

    Hay tres pasos desde la cama al armario, dos y medio hasta la puerta del baño y cuatro -rodeando el armario- hasta la puerta que da al pasillo.

    La lámpara del techo tiene cinco brazos y un dibujo en el cristal de las tulipas que imita a ramas y hojas de olivo. Las cortinas las hice yo, hace treinta y cinco años. También bordé estas sábanas, y las de las otras camas; ahora ya no veo bien pero sí podría describir el dibujo y los colores con los ojos cerrados. Puedo hacerlo.

    Sé todas estas cosas y muchas más, conozco cada rincón y cada mueble y hasta el contenido de todos los cajones de mi casa. Sin embargo, en noches como ésta no estoy segura de saber realmente quién es esta persona que duerme a mi lado. No, no estoy nada segura.

                                                                                             ***

    Con quince años, servía en casa de Don Andrés, el abogado. Me ocupaba de limpiar, lavar y comprar lo que ordenaba la señora Julia, y por las noches me dejaban estudiar, aunque lo considerasen disparatado, y más tal y como estaban las cosas.
Aquella mañana yo había salido muy temprano al río y a media mañana ya estaba de vuelta con el barreño en la cabeza. Me acerqué a ver a Luisa, que estaba con sus hermanos terminando de aventar la trilla. Hacía calor, pese a la brisa, y de vez en cuando me pasaba el pañuelo por el cuello.

Valentín me observaba desde el otro extremo de la era, apoyado en el carro con los brazos cruzados. Un par de veces lo vi, a través de la lluvia de paja que se afanaban en crear los otros dos hermanos, clavarme los ojos sin miedo.
Guardo esa imagen como un tesoro: la paja lanzada al aire gallego y el grano cayendo; el trabajo sin pausa y él allí (sabía lo que iba a suceder, sólo disfrutaba del momento previo) insolentemente quieto, esperando. Y los gritos de alguien que llega a la carrera:
 
    -Ya están ahí… en la plaza…    (la voz que comienza en grito y pronto se ahoga por el pánico o el resuello que falla, el esfuerzo; adelantarse lo más posible -ganar tiempo- y correr más y más rápido, aún siendo todo ya irremediable y -lo que es peor- anunciado, previsto)
 
    Todos sabíamos quiénes eran ellos, y las consecuencias de su llegada. Los cuatro hermanos se miraron, y también Francisco, que estaba ayudando. Luisa me apretó un brazo, una mano blanca llena de espanto. Cuando volví la cabeza, Valentín ya estaba frente a mí, preguntándome en silencio.
Vi una vida de inicio gris y porvenir incierto. Un hombre taciturno y reservado, que jamás lograría descifrar del todo, que jamás prometería nada. Lo supe antes del horror que sobrevino y del sigilo que extendió sobre miles de nosotros. Vislumbré una vida sin certezas ni apoyos, un futuro de funambulista; lo vi tan claro a pesar de la prisa y el calor.
 
    -Anda, ve. Corre. -Y le di la pica de hierro afilado que portaba siempre en el barreño, para romper el hielo del río en invierno y para matar culebras en verano. Me miró y no dijo nada, claro. Cogió la pica y miró a los otros hermanos, que soltaron los bieldos en silencio y lo siguieron. Luisa no se permitió llorar y la ayudé a esconder la herramienta y el grano. Mientras lo hacíamos miramos hacia el monte una vez más: Francisco cerraba el grupo corriendo tras los hermanos. Aún llevaba los zapatos en la mano.

El milano (II)

 
    Después de aquella tarde de lluvia, Tomás volvió casi a diario. Lisette le hacía esperar un buen rato -a veces hasta media hora- hasta atenderle, y pese a ello él no despegaba la vista del periódico. Hablaban lo necesario (para qué más), pero alguna vez ella sintió vacilar la voz, o un temblor en la mano al retirarle el plato. Si no fuese por su sonrisa y aquella especie de confianza ciega que la impulsaba a retrasar cada vez más el servicio, aquello habría quedado en nada.
Una tarde temió haberse excedido y se acercó despacio, conciliadora. Tomás sonrió y la saludó  con un "hola, Godot" que le arrancó una carcajada. Lisette le llamaba Job, o Sísifo, o araña; él le decía Penélope.
El segundo sábado de abril lo pasó nerviosa y le llevó la ensaladilla sin demorarse, casi corriendo: Tomás se sorprendió un poco, pero sonrió hacia el plato (menando la cabeza, como quien ríe porque al fin ha comprendido lo obvio, una risa indulgente con uno mismo); ella permanecía enfrente esperando, un tiempo elástico, hasta que al fin la miró con los ojos divertidos, afables.
    -Deliciosa, de verdad. Podría alimentarme de esto toda la vida.
Lisette comenzó a llorar sin ruido. Sentía las lágrimas -y la mirada de él- corriendo por sus mejillas, y siguió llorando mientras manejaba la cafetera con energía. Supo que no volvería a dormir sola.
 
 
    -Estuve hablando con Mar, me llamó temprano. -Lisette le mira fugazmente, la expresión de Tomás es neutra- Parece decidida a marcharse de casa.
    -Ya sabes cómo son…
Una de esas frases que pueden significar cualquier cosa. Tomás se acerca a la nevera y saca una cerveza; abre el primer cajón de la encimera, lo cierra; abre el tercero y remueve en su interior, lo cierra; Lisette estira un brazo sin dejar de remover el guiso y vuelve a abrir el primero: le ofrece el abridor. No da las gracias.
    –Hoy he visto un milano en la carretera. Mejor dicho, eran tres o cuatro, pero los otros salieron volando enseguida. Éste se quedó. Había…
    Tiene que haber sucedido algo con ellos, si no, no me lo explico. La conozco bien, Mar no es así.
    -Había un gato o un conejo muerto en el asfalto. Lo estaban destripando, pobre bicho. Bueno, ya se sabe, animales carroñeros, no? -da otro sorbo a la cerveza, Lisette sigue ensimismada.- Pues el milano venga a picotear, no se apartaba, y yo dije, lo voy a atropellar si no se aparta, tuve que aminorar la furgoneta.
Lisette emite un sonido como de asentimiento, pero lo mismo podría ser otra cosa. Las patatas se han deshecho hace rato y ella mantiene los ojos muy abiertos, la mirada suplicante de quien se ha perdido y ya no encuentra caminos. Dice: "quizás una pelea, o él ha conocido a otra. O ella haya conocido a otro", y su voz suena un poco quebrada, un matiz de pánico.
    -Pajarraco asqueroso, casi lo mato.
 
 
    En mayo fueron al embalse, pasaron una tarde estupenda. Incluso pescaron algo para la cena. Al regresar, el coche se quedó atascado en un barrizal y Tomás hubo de bajarse y colocar tablas bajo las ruedas para intentar salir. Ella bajó también. Colocaría piedras, a modo de pista cementada. Él la frenó:
    -No te metas ahí, Lis.
    -¿Dónde? -ya tenía una en la mano, pesada como un cesto de naranjas, la encontró enseguida.
    -En el fango. Si lo haces, luego no podrás quitártelo.
Tomás se agachó para disponer las tablas. A Lisette le empezaron a picar los dedos de las manos, y en silencio soltó la piedra y subió al coche.
 
 
    -Al final salió volando en el último momento, pero aún intentó llevarse el conejo con él. ¿Qué te parece? Ve que se le viene una furgoneta encima y se arriesga a morir por un trozo de cadáver…
    -Los hay imbéciles, que no comprenderán jamás. -Lisette golpea fuertemente con el cucharón el borde de la cazuela, y la tapa. Tomás no ha visto nunca esa expresión indignada y decidida en ella, y -poco a poco- empieza a comprender y a susurrar.
    -Lis…
    -¿De qué cojones estamos hablando? 
 
 
 
 
   

El milano (I)

 
    Lisette Morais es una mujer intuitiva. Su padre, el señor Morais, ya se lo decía con frecuencia a sus clientes de la ferretería: "a esta niña no se le escapa una", y lo cierto es que la pequeña Lisette encontraba sin aparente esfuerzo todos los tornillos y tuercas y diminutas piezas que su padre extraviaba con aún mayor facilidad. Comenzó pues como una habilidad de carácter práctico, una especie de percepción añadida útil en caso de objetos perdidos, cosas a punto de caer desde una altura o personas que llegaban sin aviso previo. Pero con el paso de los años y el cambio de intereses que trae la edad adulta, Lisette transformó su graciosa clarividencia en una lucidez y sagacidad más particular e inquietante.
El giro fundamental fue que orientó su radar hacia las personas y no ya tanto a los objetos. Donde antes esquivaba un pelotazo dirigido contra su espalda desde el otro extremo del patio (no sé, simplemente lo sentí venir), ahora advertía la mala intención, el engaño, la bondad sin trampas, las grietas en una presunta sólida convicción; todo ello en un solo golpe de vista.  Huelga decir que no se trató nunca de una facultad paranormal, algún tipo de misterioso don que le fuese otorgado sin pretenderlo ella -o aún contra su voluntad- sino más bien el resultado de unir lógica aplastante y curiosidad infinita, análisis y pensamiento veloz, brillante. Lisette continuó teniendo una intuición poderosa, sólo que su penetrante mirada se cuidaba ahora de rostros y lenguas afiladas como las cuchillas que despachaba el ya casi jubilado ferretero.
 
    Quizás tenga alguna lejana relación con todo eso el hecho de que Lisette jamás prueba la comida que está cocinando. Tomás cree que es una absurda inseguridad suya -que teme descubrir exceso de sal, o un matiz de carne quemada- pero lo cierto es que no lo necesita, sabe perfectamente el momento en que debe apagar el fuego y retirar la cazuela, conoce la cantidad precisa de pimienta que exige el solomillo, cuánto vino blanco, cuántos gramos de harina, cuántas veces y cuán fuerte ha de remover la bechamel. Sabe todo eso, a pesar de que nunca ha leído una receta de cocina, y la señora Morais no alcanzó a vivir lo suficiente para enseñárselo en buena tradición, de madre a hija.
Así que hoy le da dos vueltas distraídas al guiso -como siempre- mientras observa pensativa la olla donde se cuecen las patatas. Espera un poco, parpadea y de repente las retira, las escurre y las añade a la carne. Como cualquier día, estará listo cuando llegue Tomás. Sin embargo, hoy su ceño fruncido advierte de que algo pasa, algo más serio: hay una especie de nube oscura sobre su cabeza, difusa, un presentimiento o más, una presciencia. Amenazas sin concretar, como las bandadas de grajos. Con la nuca erizada, gira sobre si misma y encara la puerta.
 
 
    Lisette conoció a Tomás en la cafetería donde trabajaba por las tardes. Entró empapado de lluvia y se dirigió directamente a la barra, cogió el periódico y se puso a leerlo sin siquiera secarse la cara. Lisette lo hizo esperar, pero él no levantó la vista ni una sola vez. Esperó goteando y leyendo durante quince o veinte minutos; otro se hubiese marchado furioso, o hubiese llamado al encargado. Ella retiraba vasos y tazas, cobraba con calma, vigilaba con el borde de sus ojos almendrados el momento en que él levantase una mano impaciente. Pero no, no lo hizo, y fue la señal que esperaba.
Se acercó limpiando enérgicamente con un paño húmedo, y sólo al preguntarle "¿qué va a ser?" -un poco desabrida, quizás- él levantó la cara y sonrió. Hay personas que sonríen antes con los ojos que con los labios.
 -Cola light y un pincho de ensaladilla, por favor.
 -Enseguida. -Ahí él rió un poco, y le hizo sentirse súbitamente avergonzada.
Le puso el plato delante con delicadeza, y luego el tenedor con un gesto aún más suave. Él seguía sonriendo cuando ella murmuró "perdona".
 
 
    Tomás abre la puerta inmediatamente después de que Lisette gire hacia ella. Sonríen, se dicen hola cariño, Tomás nota -la conoce bien- que algo pasa: el ceño quizás, o la luz apagada del pelo recogido bien tirante. Se acerca a besarla, le susurra al oído, le palmea el trasero. Ella se deja hacer, pero cuanto más tiempo pasa más se nota el aire espeso, opaco.
-¿Qué tal tu día libre?
-Bien, lo he pasado en casa.
Se colocan muy juntos, uno al lado del otro, ella removiendo la comida –quizás eso ya esté, Lis ; no parece oírle y sigue- y él observando su perfil, el gesto recogido y ausente de quien sabe, a su pesar. Quizás no sea grave, después de todo. Quizás logre arreglarlo.
 
 
   
 
   
   

Invisible /blindness.

    -Cariño, ¿estás bien?
   

    Me sobresalto un poco, no esperaba la pregunta, ni tan siquiera su voz. Por un momento -un brevísimo instante, no creo que se deba tener en cuenta- incluso me cuesta reconocerlo a él, como si su presencia, su mismo rostro me fuese ajeno. Puede que aún no me haya acostumbrado a la cercanía, al silencio compartido que se quiebra de vez en cuando y que precipita en conversaciones infinitas de manera inexplicable. O quizás lo que me resulta extraño sean precisamente las palabras, el apelativo. El esperar respuesta, si es que la espera.

   Ser invisible tiene sus ventajas. La más importante -la que más valoro- es que puedes observar el mundo sin que los demás reparen en tu presencia, o directamente no la lleguen a percibir. Quizás la palabra adecuada no sea invisible, sino indistinguible: fundida en el entorno, mimetizada con el fondo como un camaleón. El caso es que tienes vía libre para examinar y descubrir a los que te rodean, valorar sus expresiones, considerar cada uno de los gestos y escudriñar el rostro de quien suponías conocido -pero podría ser que no, ay- o de aquel que no tenías noticia ni tan siquiera una pista. Puedes curiosear, no porque nadie se de por aludido -en realidad todos estarían deseando hacerlo, todos quieren ser apreciados y aún juzgados- sino por ser tú la imperceptible, la mirada inapreciable que busca y hurga y finalmente descubre y concluye, pero siempre en silencio: las instrucciones para ser un buen fantasma comienzan por hacer el mínimo ruido posible, y por decir la mitad de la mitad de lo que estés pensando.

    Ocurre que una ve, y comprende, y conoce ( o esto sería lo deseable) y no siempre es plato de gusto. Una encuentra menos donde suponía hallar más, o percibe un rencor -o aún peor, un pequeño desprecio- antes inadvertido. Cosas así. También en estos casos se impone un prudente silencio, y todo lo que los ojos avistaron se limita a añadirse al entendimiento anterior (demasiadas veces esto no significa gran cosa, algo mínimo, arenilla). Puede que en algún momento resulte útil, nos salve de la decepción o de la puñalada (pues las vimos venir) o, presentándosenos como una referencia cabal, atenúe nuestra propia estupidez y ceguera. Ver está bien. Pese a todo.

    Dice -al fondo, como muy lejos de aquí- Loquillo: tu sonrisa dibuja callejones.

    Canta Bumbury desde hace años: tu vientre sabe a pan.

    Sin embargo, surgen dudas en la conveniencia de ser invisible: ¿por qué?  ¿qué sentido tiene?. El ser humano necesita comunicarse para dotar de interés y de significado a su existencia; ¿qué meta pretendo alcanzar con una vida sigilosa, una biografía de fantasma?. Pienso en las voces que me hablan a veces sólo para escucharse a si mismas, en las miradas que me traspasan y se fijan en un punto más allá, lejos. Las ocasiones en que incluso tuve que disimular estar donde estaba, o ser quien era. Pienso en la gente que me trata pero no me ve, no me conoce ni se pregunta por mi ni siquiera me considera ni le provoco curiosidad. No me examinan ni me atienden, no me velan. Soy así una presencia taciturna y dispersa, con el peligro de no dejar por tanto huella en lo que me toca y a lo que pertenezco. Es lo que he buscado.

    -Cariño, ¿me oyes?

    Mi abuela discute conmigo pero me doy cuenta de que no atiende a lo que argumento. Hablo mucho estos días, aun sabiendo que casi nada permanece. La gente dice, opina, critica y grita quizás sólo por comprobar que sigue viva y que alguien escucha sus palabras que no persisten -o no deberían- ni dejarán huella. No entiendo que a mí me dejen un poso tan incómodo.

    Ya no aguanto que me hablen sin dejarme responder (sin que importe lo más mínimo mi respuesta), ni que ignoren mi presencia. Me canso de mantenerme oculta y conciliadora, de no llamar la atención, de acompañar a otros, de esperar a que se percaten y me descubran.

    "I met a girl that talked in rhyme / I met a girl who took her time…" (éste es Bryan)

    Ahora pienso en lo que les contaba a Kika, a Silvia y a Belén la otra noche, a propósito de Nietzsche: convertir mi vida en una obra de arte. Observar y contemplar, pensar, saber, escuchar. Ser visible y ser importante, dejar memoria y surco o cicatriz en los que me son cercanos. Recordar yo misma lo maravillosa que es mi voz y mi risa.

(A fin de cuentas, peor que ser invisible es ser ciego).

Inspiración para un cuadro.

 
     Familias completas, parejas enamoradas y grupos de amigos que celebran reunirse esta tarde en la pradera. Gustav está solo como casi siempre, y disfruta contemplando la inmensa confusión de flores amarillas y violetas, salpicada por otras blancas minúsculas y por las primeras amapolas. Y el bullicio, la danza campestre, toda esa vida y alegría reverberando a su alrededor y que sin embargo no le alcanza. Abre una bolsa de almendras y mira distraído a su derecha; de entre las muchas parejas cercanas una llama enseguida su atención por el notorio contraste que ofrece: él alto y moreno, maraña de rizos, la espalda y el cuello musculados hasta la ofensa; ella pequeña y blanquísima, tan joven que aún no maneja con soltura su belleza pelirroja ni sus mejillas sonrosadas. Y sigue llevando el mismo carmín en los labios.
Ellos no le ven, absortos el uno en el otro. El hombre desconocido entretiene a la muchacha con chanzas y charla incesante, al tiempo que ejecuta trozos de una especie de danza en la que gesticula y agita muy vivo los brazos, no parece tener límite ni cansancio. Su aspecto es exótico, como musulmán, probablemente sea turco y puede que sólo esté de paso. Ella, que no es desconocida sino dolorosamente familiar, sigue embelesada el relato -fascinada o hechizada o como en suspenso- y ofrece también a trozos su risa de cascabel y gestos de asentimiento: el cuerpo inclinado hacia delante y la cabeza que gira para seguir los movimientos de él, los ojos muy abiertos y la sonrisa pronta; sigue, no calles, me haces tanto bien…
 
    A Gustav las almendras se le han vuelto arena en la boca seca. Recuerda esto. Éste es el rostro de quien cae en la cuenta, de aquel que -sin motivo aparente y sin haberlo planeado- ata cabos y por fin comprende, como si sólo hubiese sido necesario ese instante para dotar de sentido a las cosas. Ahora ve lo que hubo y lo que queda, ahora -y se lleva la mano a la sien- puede confirmar la magnitud del daño. la oportunidad perdida. No podemos retroceder en el tiempo, sólo volver la mirada un momento para encajar bien las piezas y saber que el conjunto tenía un sentido y una lógica, comprobar que pudimos elegir, y apreciar todo aquello que entonces se nos pasó por alto (o que se nos presentó, pero brumoso). Ésta es tu expresión asombrada e incrédula, tu ceño fruncido porque temes algo más y porque barruntas el ridículo de no haber comprendido antes.
 
    Le tiemblan las piernas, se siente mareado (quizás sea el olor intenso de las flores) y débil; el picor de ojos es insoportable y cuando los cierra permanece la huella del sol en forma de escotomas erráticos, manchas de color y espirales caprichosas. Y recuerdos. Un peso, como de años, le cae de repente sobre la espalda.
Entre vacíos y geometrías oscuras continúa observando a la pareja de la derecha: ahora ella no ríe y él apenas se mueve, está sentado con la cabeza inclinada hacia el suelo y mostrando la espalda a quien -hasta hace un instante- celebraba cada una de sus bromas. Los dos se encuentran mirando hacia Gustav aunque ninguno lo ve en realidad; y él, en su turbación y su repentino cansancio, tampoco distingue bien los detalles, sólo el monólogo apagado del supuesto turco -cada vez más ajeno a su compañera, como si ya no existiese o no importase, o como si se hablase a sí mismo y no esperase respuesta- y la expresión menguante de ella.
De repente ella ha cesado en su risa, se ha quedado muda y fría y con el rostro congelado en un gesto de dolor sordo, un oh, no, no me hagas esto tú, o quizás ay, no, no esto para mí, no esto para nosotros ahora. Es eso lo que dice y mucho más, es el gesto de quien por ver algo pavoroso o  desolador se quedase sin palabras: un momento tan sólo, apenas un instante que le descubriera el futuro cierto e inevitable, no como suposición o sospecha sino como una especie de revelación (esto es lo que habrá y de esto no te libras, no lo que tú te suponías y de lo que estabas casi segura, no jures más); éste es el rostro de quien se descubre sin arena ya en las manos, una vida sin porvenir.
 
    Gustav llora (oh, sí, también recuerdo esto) mientras muerde las últimas almendras y piensa ya en los años que aguardan. Al cabo de un rato (el turco continúa hablando y moviendo la cabeza con pesadumbre, como doliéndose de decir, pero igualmente te lo digo) a la muchacha comienzan a caérsele algunas violetas que en sus juegos de antes (pero hace tanto tiempo, Alma) se le habían prendido en el cabello. El tirante del vestido se desliza también con tristeza por el hombro y ella no lo recompone, ajena por completo.
 
    Siguen transcurriendo más y más años.
 
    De pronto el hombre despierta y vuelve la cabeza hacia la risa ausente (por fin ve y escucha), suelta una especie de crujido o gemido desgarrado -el grito de quien ve caer a otro al río- y corre hacia ella con desesperación; agarra el cuerpo de jilguero, lo rodea con sus brazos inmensos (tarde, ya es tarde, se lamenta Gustav) y besa los labios con carmín, las pecas, las mejillas pálidas, los ojos cerrados y viejos.
 
    Ya es tarde.
 
    Ella se deja hacer indiferente, responde tan sólo -al cabo de mucho, mucho tiempo- pasando un brazo fláccido tras el cuello de toro (sin embargo, le vuelve el rostro) como si así evitase un desmayo. No protesta ni rechaza las caricias ni las súplicas (eso debe ser lo que esté murmurando el moreno, que trata de levantarla), pero ya no está, ya se ha perdido, quizás esta vez para siempre…
A Gustav se le aclara la vista lo suficiente para recoger sus cosas y volver a casa. Gruñe al incorporarse, como si de repente su cuerpo y su ánimo acusasen una edad exagerada; no recoge las flores que tenía pensado llevar como modelo ni se vuelve a mirar  a las dos figuras arrodilladas en la hierba. Un cosquilleo en el paladar le apremia a regresar y tomar los pinceles.

    Expiará su culpa pintando esa decepción.
 
 

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