De noche, aquí parece reinar un completo silencio. Sólo se siente, a ratos, el silbido del viento o de alguna lechuza. Está bien, regresé al pueblo para esto, para pensar sin ruido o simplemente no hacerlo en absoluto, no cavilar ni sospechar nada de lo sucedido, ni calcular lo que pudiera sobrevenir o acontecer, lo que quizá esté próximo a cumplirse. La nada, el olvido. Ver películas y tararear canciones tumbada en mi cama de siempre; bajar al río e intentar cruzarlo saltando de piedra en piedra, los brazos extendidos y manteniendo el equilibrio como una funambulista impávida, desdeñando todo lo demás. Descuidarme, alejarme, hasta que ignore qué hago aquí.
Ojalá fuese posible; desearía tanto poder no esperarte.
***
– ¿Qué estás leyendo, tesoro?
La abuela se inclinó sobre mi hombro y escudriñó las letras, demasiado pequeñas para su vista gastada. Me acercó a las manos un cuenco de cerezas.
– Un libro de ciencia, abuela. Sobre la felicidad.
– Ya. – Me miró compasiva, se encogió de hombros.- ¿Y te ha servido de algo?.
– Bueno, dice que la felicidad es la ausencia de miedo, ¿estás de acuerdo?.
– Bueno… -dudó- hay un miedo necesario, que no deberíamos rechazar. Lo que sí estorba es el miedo paralizante, que te impide ver y moverte, incluso respirar. Ése se enquista y te hace desgraciada, creo. No estoy segura, porque no lo he sentido apenas.
Me quedé callada, masticando las cerezas, esperando.
– Las veces que lo he visto llegar -continuó, al fin- simplemente he dejado que me llenase, ocupase todo durante un pequeño momento, y luego me abandonase ya satisfecho. Supongo que el secreto es dejar que te atraviese, y después olvidarlo, abandonarlo, dejarlo marchar…
***
Amanece muy despacio. Las horas se hacen largas, a pesar de que me he demorado en el salón viendo una película y después otro largo rato terminando el libro.
De nuevo, el insomnio. Pienso en la definición de felicidad, y en el pánico que dijo sentir Oliver cuando comenzó a ver cadáveres, en su despertar sobresaltado las noches siguientes y mi incapacidad para sosegarlo. De repente, la imagen del río aparece en mi cabeza como una posibilidad salvadora, para él o para mi…
Escucho un ruido a mi derecha: el abuelo en el umbral, con la luz del pasillo proyectada desde atrás, tiene un aspecto fantasmal. Aguzando la vista me doy cuenta de que le tiemblan ligeramente los labios. Pero él nunca tiembla, ¿no?.
– No consigo despertarla…
Corro por el pasillo, vuelo, hasta su habitación. La veo muy quieta en su cama, impecables las sábanas, parece que no se hubiese movido en estas larguísimas horas. Me acerco y compruebo que no respira, no alienta, no despierta… Me ahogo, soy incapaz de tomar aire: «¿abuela? ¿abuela, me oyes?».
(«¿no ves quién soy?»)
Dejo que el pánico me atraviese un instante, sólo unos segundos, y sólo deje tras de si el asombro.
(«Sí, veo»)
Amanece, más deprisa. Se oye aleteo de pardales, murmullo del río. Hay cerezas ahí fuera.
(«No te pasará nada, vas a estar bien. He ganado, Olga»).
La beso, me incorporo y dejo que el abuelo, por fin, se acerque a su mujer. Otra presencia más en mi mundo invisible, otro aliento en mi nuca. Estoy sonriendo cuando escucho -inconfundible- el ruido del coche de Oliver deslizándose por la grava del camino.