Dolor (II)

Una mañana llegaron las cosas bonitas y lo invadieron todo con su particular calma: luz de domingo derramándose sobre el edredón multicolor; las vacas en el prado, pacíficas y satisfechas; el perfil de las ramas de los árboles contra el cielo azul cuando caía la tarde. El calor del persistente verano. Las cosas bonitas no avisan nunca, sino que van brotando tras de ti como las huellas de tus sandalias para que dudes siempre, cuando vuelves la cabeza, de si estaban ahí desde el principio (pero tú no habías reparado en ellas) o surgieron de repente.

Mi único día completamente libre de agosto fuimos a la playa fluvial y montamos en piraguas. Me dejé llevar por la pereza, leyendo unos ratos y dormitando otros mientras mis huesos se calentaban al sol. Me sumergí en el agua mansa, aleteé lo más fuerte que pude y nadé hasta cansarme. Tenía una canción de Damien Rice metida en la cabeza, como un gusano musical de los que habla Sacks; incluso bajo el agua distinguía su voz resignada y su nostalgia, y los restos de mi propia tristeza golpeándome las sienes…

La Puerta (y la mermelada).

Wall y Melzack propusieron la teoría de la Puerta Control sobre la transmisión (y control) del dolor en el cuerpo humano. Muy resumidamente, venían a decir que todos los impulsos nerviosos que viajan hacia el cerebro -incluida la información del dolor- pasan a través de un sistema o puerta situada en la médula espinal: si ésta se encuentra abierta, nuestro cerebro percibirá el dolor, y no lo sentiremos si se cierra.
El estrés y la depresión abren este mecanismo y aumentan la percepción dolorosa, por lo que la persona puede verse inmersa en un bucle de dolencia y lamentos difícil de romper. Los fisios usamos corrientes eléctricas que estimulan las fibras gruesas (de conducción más rápida), de modo que cuando la señal del dolor llega a la puerta control, ésta ya se encuentra saturada con nuestra información, y cerrada. 
Así que el truco consiste en colapsar la puerta. No dejar huecos para el dolor.

Volví a despertarme entre aturdida y perpleja después de las horas de insomnio y duermevela inquieta, como si flotase sobre un descomunal zumbido. Está comprobado científicamente que los humanos activamos los circuitos cerebrales de la ansiedad cuando siendo bebés percibimos la ausencia de la madre, los mismos que se disparan de adultos frente a un fracaso sentimental. En el fondo, no aprendemos nada.

Cuando me derrumbó lo de J. (han volado ya tres años), cada tarde volvía a casa corriendo y me pasaba horas encajando piezas en un puzzle: cada vez que restituía alguna de ellas su posición original, sentía que no todo estaba perdido y que cierta lógica permanecía intacta en el universo. Y estaba tan concentrada en esa tarea (en esas milésimas partes de un todo) que no cabía nada más, ni siquiera mi añoranza, mi tristeza en capas. Esta vez, este año, ocupé mi tiempo y mi cabeza con las mermeladas caseras: mermelada de cereza y fresa, y de mora con bayas de saúco.
Para hacer una buena mermelada, hay que permanecer cerca y alerta, mezclar despacio la fruta y remover constantemente con una cuchara de madera. Mango y nueces; higos con ron añejo; tomate con albahaca. Paciencia y atención. Muy poco a poco la mermelada espesa, al tiempo que va mermando. El dolor también lo hace.

Punset y las bellotas

Con la excusa de buscar moras para estas cosas volví a los paseos por el campo. Allí seguían esperándome las ramas caídas y las flores chiquitas; los ríos flojos de caudal, avanzando con desgana entre las piedras de su cauce. Encontré bellotas y diminutas piñas de simetría fascinante, y me las llevé para pintarlas de colores en casa.

Regresaron las ganas de hacer fotos, de leer y escribir, de conducir con música. De sentir el sol, cuando el verano era ya un mal recuerdo. Entre castaños que amarillean y dejan una mullida alfombra dorada, una piensa que la vida es deliciosa y olvida el dolor sufrido y el imaginado, el temor antiguo de quedarme atrás, las respuestas minerales de M., la ausencia de sueños por las noches

Eduardo Punset insiste en definir la belleza como la ausencia de dolor, que deja una huella visible en nosotros, y a veces en nuestras generaciones posteriores. Por suerte, no estamos diseñados para aguantar o mantener mucho tiempo el dolor.
También aconseja, curiosamente, que nos concentremos en el árbol y no en el bosque. Que aprovechemos y exprimamos las cosas pequeñas (incluso una minúscula bellota puede hacerme sonreir), y que admitamos la evidencia de que ningún estado de felicidad es permanente. Por suerte, tampoco estamos diseñados para ello.

Pienso qué clase de persona quiero llegar a ser.

Podría jurar que lo intento.

Cada noche pido que se me conceda un día más sin dolor.

Y cruzo los dedos.